Es indudable que cualquier proceso de construcción y consolidación de la paz siempre enfrenta un camino lleno de obstáculos, pero ellos no deben ser óbice para quienes se empeñan en perseverar en la senda elegida, pues son conscientes de que era, es y siempre será la única alternativa posible. La paz, fruto del entendimiento, la negociación y el acuerdo, siempre será mejor que el doloroso recurso a la violencia para imponer las ideas propias, por muy buenas que estas puedan llegar a parecer. Esto, que se aplicó y aún se aplica a Colombia, es también válido en otros contextos, como la guerra en Ucrania, pues antes o después los que hoy envían sus tropas al enfrentamiento, deberán volver a la mesa de negociaciones si en realidad quieren establecer una paz duradera para sus pueblos.
El que otrora pareciera un interminable e irresoluble conflicto colombiano, un buen día llegó a su fin, y fuimos muchos los que alrededor del mundo acompañamos ese proceso y nos alegramos y emocionamos con los nuevos horizontes que se abrían para tantas y tantas personas dentro como fuera de Colombia. Mi recuerdo y homenaje para las víctimas, las comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes, en especial a mis amigas y amigos del CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) ejemplo de organización y consecuencia para tantas otras comunidades nativas de Latinoamérica.
Una de las cosas más destacables de este proceso de paz fue que no se renunció a la justicia, no se bendijo la impunidad con leyes de amnistía, como la de Pinochet en Chile, las de Obediencia debida y Punto final en Argentina, o la torcida interpretación que hizo hace no muchos años el Tribunal Supremo español sobre la Ley de Amnistía de 1977. Con soluciones novedosas y que están haciendo historia, Colombia ha buscado los mecanismos especiales para hacer justicia, a pesar de las dificultades y de los defectos propios de un sistema nuevo, que pretende conciliar la justicia con el proceso de paz, demostrando que ambas son posibles, necesarias, complementarias y no excluyentes como tantas veces erróneamente se ha señalado.
Sin embargo, desde hace varios años la comunidad internacional ha observado con preocupación, pero sin hacer apenas nada para paliarlo, el sistemático asesinato de líderes y lideresas sociales, autoridades indígenas y defensores de derechos humanos y del territorio, sin que desde el Estado se adoptaran las medidas indispensables para proteger a estas personas, investigar y sancionar a los responsables y poner fin a este constante y doloroso sangrado, agravado hace poco por el estallido social que por momentos recordó pasajes de la historia reciente de Colombia que nadie quiere volver a vivir, salvo algunos pocos con intereses particulares inconfesables que difícilmente pueden llegar a tener alguna justificación ética.
Colombia hoy puede volver a honrar el cumplimiento de los acuerdos, acabar con lo pendiente, con responsabilidad y seriedad, de la mano de lo pactado y de las recomendaciones de Naciones Unidas y de los organismos internacionales de derechos humanos. A pesar de los nostálgicos de la guerra, de los disidentes enredados en el narco y de quienes han querido boicotear los acuerdos porque conservan sus mezquinos intereses con la violencia y los pierden si se consolida la paz, hoy es buen momento para recordar las recientes palabras de Carlos Ruíz Massieu, Representante Especial del Secretario General y Jefe de la Misión de Verificación de las Naciones Unidas en Colombia, que ha destacado que unos 13.000 excombatientes se encuentran activamente involucrados en el proceso de paz, a través de iniciativas colectivas e individuales para fomentar actividades económicas.
Desde que el Acuerdo de Paz se materializara en 2016, muchos avances han tenido lugar en Colombia. Y en términos electorales, la cuestión que nos atañe hoy, las últimas elecciones al Congreso han supuesto un giro o, al menos, una posibilidad única de progresar con tenacidad y decisión. El pasado 13 de marzo, fecha en que se escogían las dos cámaras del Congreso y a los candidatos de las coaliciones de izquierda, centro y derecha, se pudieron observar nuevas aspiraciones sociales. Tras un conflicto que azotó especialmente a las mujeres y las diversas comunidades rurales y étnicas que habitan las tierras colombianas, veíamos el mayor número de mujeres candidatas y elegidas al Congreso en la historia del país.
Asimismo, los comicios supusieron la elección de representantes en los nuevos 16 distritos electorales derivados de regiones afectadas por el conflicto y creados por el Acuerdo de Paz. En efecto, las llamadas curules especiales para la paz significan la inclusión directa en el proceso electoral de las víctimas del conflicto, con un foco en las áreas rurales más golpeadas por la violencia. Darles voz a las víctimas, integrarlas en los procesos de toma de decisiones de su propio futuro, y dotarlas de herramientas para hacer valer su visión es fundamental para la construcción de una democracia inclusiva y resiliente, esa que se merecen los colombianos y las colombianas. Como diría Ruiz Massieu, estas elecciones son la prueba tangible de algunos de los beneficios de la paz.
Colombia lleva años haciendo grandes esfuerzos por la promoción de la paz, por la estabilidad de sus gentes, y la sostenibilidad de sus tierras. Ahora se enfrenta a la tercera vez que el Acuerdo de Paz rotará de manos, cayendo toda la responsabilidad de su efectiva implementación en la nueva administración que tome el testigo. Por tanto, permitir que las víctimas expresen sus prioridades en una fecha tan esencial como una jornada electoral, que marcará las políticas y preocupaciones del futuro, así como el progreso del Acuerdo de Paz, cobra más sentido que nunca.
En efecto, el próximo 29 de mayo Colombia se juega el destino de sus siguientes cuatro años en las elecciones legislativas; es decir, quién sustituirá hasta 2026 a Iván Duque como presidente de la República. Se trata de la primera vuelta presidencial, antesala de una posible segunda vuelta el 19 de junio.
Escoger con la misma coherencia que esperanza a los representantes políticos en medio de un clima de crisis económica y post-pandémica es una tarea tan difícil como necesaria. En esta atmósfera marcada por una compleja polarización social y política, heredera de décadas de conflicto y violencia estructural, ha chocado ver cómo un candidato a la Presidencia, Gustavo Petro, líder del Pacto Histórico, ha sufrido amenazas a su integridad física durante la campaña electoral, llegando a suspender sus citas por el centro de Colombia, en el Eje Cafetero. La historia se repite y se trata de instaurar el miedo entre quienes aspiran a que las cosas cambien y emerja una nueva esperanza para Colombia.
El conflicto armado ya no está en el núcleo del debate político, la conversación ha migrado hacia la corrupción, la desigualdad, la inseguridad o la economía, y la violencia sigue presente en las diferentes capas institucionales colombianas, así como en las dinámicas sociales y políticas del país. No obstante, firmada la paz, y aun observando violencia no solo en este período electoral, sino también de manera generalizada contra excombatientes y líderes sociales y étnicos, así como defensores de derechos humanos y periodistas, Colombia tiene ante sí esta nueva oportunidad. Y este es el momento de demostrar que la ciudadanía apuesta por un proyecto potente, por una agenda social que ponga el bienestar de su gente como prioridad. En esta línea, el programa progresista contempla la reestructuración de la política monetaria y del sistema de salud, con el objetivo de promover la equidad social.
Tras los resultados del mes de marzo, la coalición progresista, Pacto Histórico, se situaba como la favorita para estas próximas elecciones legislativas. Conseguía resultados prometedores, obteniendo 20 de los 102 escaños del Senado, y 25 de los 165 de la Cámara de Diputados. Por su parte, el partido Centro Democrático, hogar del expresidente Uribe, caía de los 19 a los 14, y de los 32 a los 16 respectivamente.
Esta nueva etapa política será decisiva para el futuro de la justicia transicional en Colombia, y afrontará los resultados y recomendaciones contenidas por el Informe de la Comisión de la Verdad, que será publicado el próximo mes de junio. Para que el Ejecutivo esté a la altura de las necesidades de la sociedad colombiana, es necesario que Colombia elija su destino sin miedo, sin violencia, desde una reflexión profunda, calmada y fruto de un esfuerzo colectivo de la ciudadanía. Los partidos políticos, la sociedad civil y los órganos institucionales deben afrontar los retos pendientes desde el respeto y orgullo por su nación, para asegurar que Colombia no vuelva a llorar, sufrir y lamentarse por las luchas de otro tiempo y por la ineficacia de aquellos que, desde el poder, lo observan todo con aires de superioridad, lejanía y desdén.
Amigas, amigos, hermanas y hermanos de Colombia, somos muchos quienes os acompañamos en estos momentos decisivos, en los que se han unido las fuerzas progresistas para apoyar lo que la propia ciudadanía reclama, consolidar la paz, avanzar en la justicia y la igualdad de oportunidades de todas y todos, porque Colombia es un país que hoy quiere hacer historia”.