A casi una década de la sentencia de 2012, que confirmó la soberanía de Colombia sobre el archipiélago de San Andrés, Providencia y Catalina, pero cuya delineación de las fronteras marítimas le dio a Nicaragua como zona económica exclusiva (ZEE) unos 75.000 km² de lo que antes considerábamos mar colombiano, los dos países se alistan para el dictamen de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) sobre sus posteriores demandas y contrademandas. El equipo de Colombia ha hecho énfasis en que el nuevo fallo girará en torno a los derechos y deberes de las partes en la zona, especialmente en relación con el patrullaje de nuestra Armada, la protección del medio ambiente y la pesca artesanal de la comunidad raizal. Sin embargo, uno de los asuntos centrales sobre el que se pronunciará la CIJ tiene que ver con el incumplimiento colombiano del otro fallo.

En su momento el gobierno de Juan Manuel Santos arguyó que, aunque el Estado colombiano respetaba el derecho internacional y acataba la decisión de la Corte, no podía implementarla por cuanto la Constitución prohibía la modificación de nuestros límites territoriales sin un tratado bilateral. Adicional a ello, y dado que varios cayos quedaron en medio de la ZEE nicaragüense, declaró una zona contigua integral para salvaguardar la idoneidad del archipiélago. Si bien esta ambigua posición permitió apaciguar la opinión pública y aquellos que pedían desacatar el fallo, el mensaje real fue de desconocimiento de la jurisprudencia internacional.

No se puede anticipar lo que dispondrá la CIJ sobre el conjunto de demandas interpuestas por Nicaragua, pero en lo que respecta al fallo de 2012 es de esperar, como anticipó Germán Vargas Lleras en El Tiempo, algún tipo de amonestación, sanción o pedido de reparación, toda vez que el Estado colombiano en efecto lo ha incumplido. Sin embargo, a diferencia de lo planteado por Vargas, el error histórico en el que han incurrido varios gobiernos colombianos no es el retiro tardío de la jurisdicción del Pacto de Bogotá y por extensión de la CIJ —lo cual, además de no resolver esta disputa, plantea otra serie de problemas—, sino la renuencia a negociar un acuerdo definitivo con Nicaragua.

Para ello, el mito de que el tratado Esguerra-Bárcenas de 1928 había fijado una demarcación limítrofe a partir del meridiano 82, la negativa de sucesivos gobernantes a asumir el costo político asociado con la traidora “cesión” de mar a Nicaragua y la simple soberbia ante un país “menor” de Centroamérica han llevado, una que otra vez, a patear el balón hacia adelante. Según lo que decida mañana la Corte, dicha táctica ya puede haberse agotado. ¿Qué pasará si ordena a Colombia sentarse a negociar un tratado bilateral en un tiempo determinado? Si bien se podrá seguir insistiendo en que es Nicaragua la que no ha querido dialogar —algo que se desvirtúa con los contenidos de sus demandas— o que con un régimen autoritario como el de Ortega no es posible hablar, la realidad es que, una vez sorteados los procesos judiciales, la negociación política es la única manera de zanjar este conflicto sin seguir incurriendo en más riesgos y pérdidas, tanto materiales como de la reputación. Al que llega en agosto le va a quedar como asunto pendiente la resolución de este “chicharrón”.

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