Las manos callosas de Jefferson Parrado acarician las hojas de las matas. El viento mueve levemente el sombrero que le protege de un sol que irradia como una estufa. De repente.
arranca una hoja y la tritura entre los dedos. “La coca es nuestro único medio de subsistencia”, dice el presidente de la junta comunal de Nueva Colombia, un pequeño pueblo junto a un río en el que se cultiva hoja de coca que después, los mismos campesinos, convierten en pasta base, en una droga que se llama bazuco. Los soldados colombianos aparecen de vez en cuando por aquí, sin avisar, para quemarles los laboratorios y arrancar de raíz las matas y cumplir así con un programa de erradicación consensuado con Estados Unidos.
—Nos acosan —dice Parrado con una mueca—. Y amedrentan a la población civil. La gente siente pánico cuando sabe que viene el Ejército.
EL PAÍS ha tenido acceso a cientos de miles de documentos del Comando General de las Fuerzas Militares en Colombia filtrados por el colectivo hacktivista Guacamaya a través de Forbidden Stories, un consorcio de periodistas con sede en París. Las comunicaciones internas y los informes demuestran que los soldados cometieron violaciones de los derechos humanos durante la campaña de erradicación de coca de 2020, en pleno confinamiento.
El ejército hostigó a agricultores y periodistas y llegó a cometer al menos tres asesinatos durante los enfrentamientos que se desatan en esas operaciones entre los productores y los soldados.
Los archivos sacan a la luz que los militares aprovecharon la pandemia para ejecutar sus planes. Colombia instauró en ese momento uno de los confinamientos más estrictos de América Latina, que se alargó durante cinco meses. Se cerraron las fronteras terrestres y marítimas, se cancelaron los vuelos internacionales y nacionales y se suspendieron los viajes en autobús. Pero las operaciones para destruir manualmente los cultivos de coca, amapola y marihuana no cesaron nunca, jamás. Los documentos filtrados revelan que hasta ocho divisiones del ejército, dos fuerzas de tareas conjuntas y algunas unidades navales participaron en tareas de erradicación forzosa en esas fechas. A principios de agosto de 2020.
338 pelotones desplegados en 14 de los 32 departamentos se dedicaban a la erradicación.
Colombia, el mayor proveedor mundial de cocaína, centra principalmente sus esfuerzos de erradicación en la coca, en lugares como Nueva Colombia. A las afueras de ese pueblo se suceden campos de coca a ambos lados de un camino. Un hermoso paisaje que ha provocado ríos de sangre. Militares, guerrilleros, paramilitares y otros grupos criminales compiten por el control de estas áreas clave de cultivo. La mayoría está en manos de pequeños agricultores que no tienen otras oportunidades. En 2016, los acuerdos de paz entre las FARC y el Gobierno incluían un programa voluntario de sustitución de cultivos que, con el tiempo, se ha quedado sin respaldo.
“Colombia ha apelado desde los años 70 a las políticas de erradicación forzada. Esa ha sido su política para combatir los fenómenos de las economías de la marihuana, de la coca, y de la amapola”, dice Salomón Majbub, investigador de políticas de drogas del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz). “Eso es respondiendo a unas lógicas de una política prohibicionista que se instaura en Estados Unidos desde los 70″.
En 2020, hasta el 5 de agosto, dos miembros de las fuerzas armadas habían muerto y ocho habían resultado heridos en medio de operaciones de erradicación forzada, según un borrador de respuesta militar filtrada a unos senadores que habían solicitado información. La pregunta de los senadores sobre muertes y heridos claramente también se refería a la población civil en general, pero los militares ignoraron ese punto.
La realidad es que conocían la respuesta: al menos tres civiles murieron en operaciones de erradicación. El 26 de marzo de 2020, apenas el segundo día del confinamiento, un soldado mató de un disparo a Alejandro Carvajal en la región del Catatumbo, en el Norte de Santander. Menos de un mes después, el 18 de mayo, en esa misma región fue asesinado Digno Emérito Buendía. Y dos días después, mataron a Ariolfo Sánchez en Anori, Antioquia.
“Se da durante el Gobierno de Iván Duque Márquez, el expresidente de la República, tras sus anuncios de realizar acciones de fuerza en el territorio, especialmente allí en el Catatumbo, a pesar de que la comunidad campesina desde hace décadas le está insistiendo a los pasados gobiernos en buscar una solución concertada y pacífica”, cuenta Gustavo Quintero, abogado que trabaja en los casos de Carvajal y Buendía en nombre de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat).
Alejandro Carvajal, según Quintero, trataba de explicarle a los soldados, el día que fue asesinado, que las familias se habían inscrito en el programa de sustitución voluntaria de cultivos, pero que el Gobierno no cumplió su parte del acuerdo. “De repente sonó un disparo y justo el sonido y la dirección del origen de ese proyectil sale de donde estaba el Ejército.
Nacional e impacta a Alejandro. Este proyectil ingresó por la parte de la espalda perforando su pulmón, su corazón lo atravesó y también le amputó un dedo”, continúa Quintero. “En ningún momento había habido un escenario de hostilidad, de ataques de grupos armados a la fuerza pública, ni mucho menos de la comunidad, para que se justificara accionar un arma de fuego”. Su cliente murió en el acto.
Las muertes de los tres hombres fueron noticia, pero se diluyeron en el mar de información violenta que ocurre en Colombia. Los asesinatos a manos de militares suelen estancarse cuando las autoridades aseguran que investigarán, pero esos resultados muy pocas veces se hacen públicos. El ejército suele tratar a las víctimas como miembros de grupos armados para no escandalizar a la población. Los casos de Carvajal, Buendía y Sánchez son excepciones a la regla. El soldado que mató a Carvajal fue enviado a juicio en 2022 después de una exitosa batalla legal para que el caso se escuchara en el sistema de justicia ordinaria en lugar de los tribunales militares. La misma batalla ocurrió en los otros dos casos.
En la documentación filtrada aparecen los nombres de las tres víctimas. En un registro interno de los militares sus casos están catalogados como “presuntas violaciones a los derechos humanos presuntamente cometidas por miembros del ejército”. Los dos presuntos actúan a modo de negación. Ahí aparece un documento en el que la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH) reportó 11 casos en 2020 que involucraron a 13 personas muertas, presumiblemente a manos de personal militar. Un documento separado de presuntas violaciones de derechos humanos incluye a 31 personas muertas durante operaciones militares entre febrero de 2019 y septiembre de 2021. Carvajal, Buendía y Sánchez están incluidos en ambas listas.
Los militares, de acuerdo a la información encontrada, hacen un seguimiento de los casos. Las tres víctimas aparecen clasificadas como MDOM (muertes en desarrollo de operaciones militares). Esos formularios son muy escuetos: registran los responsables, algunos detalles de contexto, y dan seguimiento a diversas investigaciones penales y disciplinarias. Hasta finales del 2021, aún seguían en curso las indagaciones internas sin que se conozca ningún resultado. Y seguramente nunca lo hagan.
Los asesinatos de estas tres personas no retrasaron los planes del Ejército. El día en que mataron a Sánchez apenas fue el comienzo de una campaña desaforada por arrancar matas de coca en la región de Guayabero, donde se encuentra Nueva Colombia. “Había un aislamiento, un encierro, y la fuerza pública aprovechó para salir a erradicar. Pero por supuesto los campesinos no lo permitieron y se dieron muchos enfrentamientos entre las comunidades y la Fuerza Pública ”, explica Majbub.
Para llegar a Nueva Colombia hay que recorrer en coche una carretera pedregosa durante cuatro horas y más tarde navegar en lancha por el río Guayabero. Durante el trayecto se dejan ver caimanes, tortugas y delfines de agua dulce. Después de dejar la embarcación en un atracadero y subir a pie un terraplén, aparecen las primeras casas que conforman este lugar incrustado en medio de la selva. Toda la región está llena de pancartas del frente Jorge Briceño Suárez, un grupo escindido de las extintas FARC compuesto por combatientes que no se acogieron al proceso de paz de 2016. Nunca dejaron de combatir en la selva. En uno de estos carteles se ve a Gentil Duarte, en su día el hombre más buscado de Colombia, que fue asesinado hace casi un año en territorio venezolano, decir: “Estoy vivo y en pie de guerra contra el imperialismo global del norte”. El frente manda en esta orilla del río y en casi toda la región del Guayabero, donde colindan los departamentos de Meta, Guaviare y Caquetá. Puro territorio guerrillero.
Sin su autorización es imposible llegar hasta aquí. Ellos mandan. El frente ejerce un severo control social. No se permite la prostitución, ni el juego. Los hombres no pueden llevar el pelo largo ni aretes. Por supuesto, está penado el consumo de drogas. Parrado, el presidente de la junta de acción comunal —una especie de alcalde—, le ve el lado positivo a ese ojo que todo lo ve:
—Las FARC hacen unos controles que uno agradece, porque eso hace que las regiones sean sanas. El Gobierno lo ve con malos ojos, pero en este pueblo usted se puede acostar con los bolsillos llenos de plata y amanece al otro día igual. En otro lugar amanece usted sin ropa.
La vida del pueblo gira alrededor de la coca. Prueban distintos tipos de hoja para tener hasta cuatro cosechas al año. Una vez la recolectan, en el laboratorio la añaden cal, sulfato de amonio y petróleo, y de ahí sale la pasta base. Los campesinos la venden así. En un siguiente proceso, para el que se necesita un mayor conocimiento de química, es cuando se convierte en cocaína.
Cuando escasea el efectivo los vecinos compran y venden con gramos de pasta base como moneda. Una cerveza vale un gramo, cinco unos zapatos. Los dueños de las tiendas y los bares tienen pequeñas básculas donde pesan la mercancía. Los agricultores del lugar, donde vive un buen número de exguerilleros que sí se acogió al proceso de paz, se pasan todo el año pendientes de que no aparezca el ejército de la nada y quiera arrasar con los cultivos. Los principales testigos de esa erradicación han sido los periodistas locales, que se han jugado la vida para retransmitir lo que estaba ocurriendo.
“Nosotros al principio podíamos grabar bien, sin que nadie nos molestara, pero después los militares se fueron enfadando y nos llamaban guerrilleros. Si nos hacíamos visibles nos daban plomo”, cuenta Edilson Álvarez, uno de los fundadores de Voces del Guayabero. El medio de comunicación comenzó con la iniciativa de pequeños caseríos que pusieron dinero para comprar cámaras de fotografía y traer a una periodista de fuera para que instruyera a los nóveles reporteros.
En mayo de 2020, los informadores viajaron a El Tercer Milenio, donde los militares reprimían las protestas de los campesinos que se oponían a la erradicación forzada. Cuando ellos llegaron, se desplegaron más tropas y comenzaron a disparar contra los manifestantes. También contra los periodistas. Álvarez escuchó a los militares decir: “tenemos los fotógrafos de la guerrilla, tenemos los periodistas de la guerrilla”. Era una forma de convertirlos en un objetivo: al asociarlos con un grupo armado de forma implícita se justifica que se les pueda disparar.
Para ese momento, el medio llevaba funcionando dos años. Sus miembros usaban principalmente WhatsApp para compartir fotografías, vídeos y mensajes de los líderes sociales de la región. Más adelante crearon una página de Facebook para llegar a más gente. El primer video que subió Álvarez, en mayo, era un clip de 26 segundos del conflicto por la erradicación forzada en el que se ve a varias personas cargando a un hombre que ha recibido un disparo en la pierna.
El primer ataque directo contra los periodistas llegó apenas dos semanas después de haber iniciado de la cobertura. Uno de ellos, Fernando Montes, grababa la represión militar a las protestas de campesinos cuando una bala atravesó la mano con la que sostenía su cámara. Un segundo proyectil fue a parar a la bolsa de la cámara que llevaba en la espalda.
“Perdió su dedo meñique totalmente y, en los otros tres dedos, alrededor del 60% de movilidad”, cuenta Álvarez. “La Omega venía arrasando con todo”, añade el reportero. Se refiere a la Fuerza de Tarea Conjunta Omega, una unidad militar que opera en esta zona. La fuerza de Tarea Conjunta Omega se creó en 2003, cuando Estados Unidos invertía más de 500 millones de dólares al año en ayuda militar y policial en Colombia. En 1999, Bill Clinton y Andrés Pastrana establecieron el Plan Colombia, un paquete de ayuda masivo centrado en ayudar a las fuerzas policiales y militares en la erradicación de la coca. Cuando se estableció, George W. Bush y Álvaro Uribe estaban en el poder y la unidad también se dedicaba a operaciones antiinsurgentes.
Los documentos filtrados incluyen detalles sobre los crímenes de guerra de Omega durante ese período de máxima ayuda militar estadounidense a Colombia. Una hoja de cálculo rastrea investigaciones y casos judiciales de miembros de Omega. La unidad mató a civiles y los presentó como guerrilleros, una práctica conocida como falsos positivos en Colombia. Otros documentos dan seguimiento a denuncias de diversos delitos y a las violaciones de derechos humanos en la zona. Otro informe secreto muestra una inspección a Omega realizada en el 2021 en la que se encuentran irregularidades. Un batallón, por ejemplo, opera fuera del territorio en el que tiene jurisdicción.
En 2022, los colombianos eligieron a Gustavo Petro, un economista de izquierdas que militó en su juventud en una guerrilla urbana conocida como el M-19. Petro está convencido de que la guerra contra las drogas que inició el presidente Richard Nixon en los años setenta y que han continuado sus sucesos es un verdadero fracaso que ha llenado de muertes Latinoamérica. En septiembre, ante la Asamblea General de la ONU, dijo que había llegado el momento de dejar de invertir millones de dólares en armamento y erradicación forzosa para dedicarlo a financiar programas para los campesinos o proyectos para evitar la desforestación en la amazonia. El discurso sonó revolucionario.
Un semestre después de su llegada al poder, sin embargo, el Gobierno sigue dándole vueltas al asunto. Iván Cepeda, un senador de la plena confianza de Petro, sostiene que el objetivo ahora es erradicar grandes hectáreas de cultivo de coca, claramente destinados a la financiación del narcotráfico, y dejar en paz a los pequeños productores. Un par de semanas después de que Petro asumiera el cargo, su nuevo director de policía dijo que se suspendía la erradicación forzosa y que se priorizaría la sustitución voluntaria de cultivos en ciertas regiones. Aunque más tarde, Petro, el ministro de Defensa, Iván Velásquez, y otros funcionarios se reunieron con cocaleros en la región del Catatumbo y prometieron apoyo para la sustitución de cultivos durante su visita, que fue bien recibida por los movimientos cocaleros.
Al mes siguiente, Velásquez aclaró públicamente que la erradicación forzada no se había detenido, pero que había un diálogo sobre el tema. Un par de semanas más tarde, el 3 de octubre de 2022, el secretario de Estado de EE UU, Antony Blinken, se reunió con Petro en Bogotá. En una conferencia de prensa conjunta inmediatamente después de su reunión a puerta cerrada, Petro dijo que la erradicación forzosa continuaría, pero solo de cultivos que no estén en manos de pequeños agricultores.
Las operaciones militares para erradicar los cultivos de coca de los pequeños agricultores han continuado mucho después de todas las promesas de la Administración Petro. En noviembre de 2022 se presentaron tropas para la erradicación forzosa en Lejanías, una vereda del municipio de La Macarena, pero ahora las cosas han cambiado mucho. El ejército encuentra verdadera resistencia. La Guardia Campesina, una fuerza de protección civil no armada basada en las comunidades, se ha organizado en toda la región del Guayabero. En Lejanías se movilizaron rápidamente y rodearon a los soldados durante días, lo que obligó a los funcionarios del Gobierno a presentarse en el lugar para evitar un conflicto mayor y acordar una suspensión momentánea de la erradicación.
Mientras tanto, en Nueva Colombia no se fían. En el pueblo se organizan peleas de gallos, el comité de mujeres coordina actividades, se juega al billar, se pintan murales, suena música mexicana que inunda cada rincón. Sin embargo, se mantienen en alerta porque no saben si en cualquier momento verán llegar a lo lejos a los soldados con los fusiles. Su forma de vida sigue en peligro.